DEL AMOR AL ODIO SÓLO HUBO UCHUVAS

Por Javier Eduardo Pico Zárate

 

Nunca tuve motivos para dejar de comer una fruta tan peculiar y deliciosa como la uchuva hasta que pasó lo que pasó.

 

Tenía 9 años cuando, en medio de las vacaciones de mitad de año, dedicaba todo mi tiempo a los videojuegos, jugar futbol con mis amigos del conjunto, grabar cualquier cosa que mi primera cámara de video pudiera captar. Pero, sin duda alguna, esas vacaciones eran más especiales que el resto porque también gastaba mi tiempo escuchando las patadas al mejor estilo Kung Fu que aquel esperado bebé propinaba desde la enorme barriga de mi prima Sandra.

 

Recuerdo que durante todo ese año ella había vivido con mi familia con el objetivo de esperar el momento indicado de las famosas contracciones. Era muy pequeño para entender todo lo que estaba ocurriendo dentro de mi familia, pues tenía pocas nociones de lo que significaba un embarazo con tan solo 19 años, y más en una época que recién avisaba sobre ese gran fenómeno del embarazo a temprana edad que tantos dolores de cabeza genera entre la sociedad del siglo XXI.

 

 

Pues bien, años después caí en cuenta que desafortunadamente la llegada de Sandra a nuestro hogar había sido el resultado de innumerables discusiones con mis tíos por la decisión de tener al bebé y, por supuesto, entregarse en cuerpo y alma a criarlo; y para completar, el panorama se complicaba aún más porque el papá de de ese bebé jamás volvió a aparecer, prácticamente se lo tragó la tierra.

 

Sin embargo, entre tanto dolor y tristeza siempre hubo momentos para disfrutar en familia y sonreír. Durante esos pocos meses, que parecieron eternos, aprendí a compartir con esa mujer que había quedado embarazada cuando recién cursaba quinto semestre de ingeniera de sistemas. Mientras ella me enseño muchas cosas sobre computadores y música, yo en un par de días le metí en la cabeza todo el manual para jugar Play Station y todo tipo de videojuegos.

 

Como resultado de todos aquellos días que compartimos juntos, sin importar lo entretenido o aburrido que fuera nuestro plan, nos dedicábamos a comer por montones. Más de la mitad del mercado que hacían para la casa terminaba yendo a su interminable barriga, y eso que Sandra no mide más de un metro con cincuenta centímetros.

 

No obstante, como era la consentida de la casa ella podía pedir todo lo que quisiera: chocolatinas, pasteles, camarones, queso, bocadillo, atún, huevo, mogolla y todo tipo de frutas entre las que se encontraba una enorme caja de uchuvas. De todas las benditas frutas como el banano, naranja, melón, papaya, entre otras, ella tenía que haber escogido justamente esa fruta y justo en ese momento de su embarazo: 8 meses y dos semanas.

 

Todo comenzó un día en el que, como raro, Sandra tenía uno de sus tantos antojos diarios y uno de ellos era comer uchuvas, pero no solo una sino comerse toda una plaza de mercado y con ella las uchuvas que encontrara. A pesar de ser una fruta semiácida al principio y dulce al final, nunca puse problema por comer uchuva en todas sus dimensiones: una por una, en jugo, en pastel, en compota y todo tipo de recetas que se inventaron mis tías refunfuñonas con el pretexto de que la uchuva es ‘bendita para el bebé’.

 

Ni que bendita ni que nada pues justamente uno de esos días en el que no teníamos nada que hacer, salimos a comprar dos cajas de uchuvas a un almacén de cadena cercano al conjunto. Sin importar que una simple compra se hubiese convertido en todo un paseo de olla, terminamos yendo hasta el sitio para lo cual gastamos cerca de hora y veinte minutos en ir y regresar.

 

Cuando entramos al apartamento me di cuenta que teníamos en nuestro poder la mayor cantidad de uchuvas que jamás me hubiera podido comer en mi vida entera. Pues bien, sin más preámbulos, nos dedicamos a comer uchuvas toda la tarde hasta saciarnos. Basta con decir que en menos de media hora nos acabamos las dos cajas que habíamos comprado, cada una de ella con 50 uchuvas dentro.

 

Ni siquiera yo podría llegar a imaginar la cantidad de esa fruta que tenía ante mis ojos y la osadía que tuvimos en comernos hasta la última uchuva. Sin más, el día transcurrió normalmente como cualquier otro. Después de tremendo banquete que nos dimos pasamos el resto del tiempo viendo televisión y, como todas las noches, escuchando las patadas del bebé, pero esa noche nada sonó.

 

Eran alrededor de las tres de la mañana del día siguiente cuando diferentes voces en el pasillo, que en realidad era la de mi madre y una de esas tías que critican todo, y las luces encendidas las que me despertaron, pues era usual que estuvieran rondando por la casa alistándose para irse al trabajo. Sin embargo, a penas escuché ese sonido tan característico y peculiar que emite una persona cuando está vomitando puse literalmente los pies en la tierra y lo primero y único que pasó por mi mente fue mi prima y su bebé.

 

Cuando salí de la habitación y llegué a donde estaban mi madre y mi tía comprobé que efectivamente se trataba de Sandra. Pregunté por ella y nadie me dio razón, parecía como si nadie me escuchara o fuera lo suficientemente pequeño como para ignorarme de la manera más cruel y terrorífica que alguien hubiera podido imaginar. Ante el desconcierto de lo que estuviera ocurriendo con mi prima, decidí quedarme frente a la puerta esperando a que alguien me contara la verdad de lo que estaba ocurriendo, ya que no iba a ser posible que ella me lo contara con su voz suave y tierna.

 

Al igual que la mayoría de los integrantes de la familia, pensé que se trataba del bebé pues los síntomas eran muy parecidos a los de un embarazo en su última etapa. Sandra sólo gritaba que la dejaran sola, que nadie la molestara, y cuando se le preguntaba por cómo se sentía únicamente exclamaba frases como: ´me duele mucho el estomago´ y ‘estoy mareada porque he vomitado mucho’.

 

Ante la situación, mi tía se puso a sacar un millón de teorías hasta desesperarse, mi padre se levantó de la cama para ponerse al tanto de lo que estaba ocurriendo, mi hermana despertó y mi preocupación se hizo mucho mayor. La única solución posible fue llamar al doctor. Minutos antes de que llegara el médico Sandra salió del baño asegurándose sentirse mucho mejor; inmediatamente se dirigió a la cama y allí se acostó.

 

Casi de manera instantánea empecé a sentirme mareado, con ganas de hacer del cuerpo y hasta de vomitar. Sin saber qué estaba ocurriendo en mi cuerpo, entré al baño y efectivamente caí en cuenta de que algo estaba mal. No solo tenía diarrea sino que había comenzado a vomitar todo lo que había comido el día anterior, es decir, las benditas uchuvas. No sabía que decir ni que hacer, pues se supone que todos estaban concentrados en el estado de salud de Sandra.

 

Para no desesperar a nadie más, decidí no decir nada y así no darle importancia a lo que había ocurrido. Volví a la habitación y me acosté para tratar de dormir un rato más. Mientras daba vueltas en la cama sabía muy bien que no podía ocultar todo lo que estaba experimentando mi cuerpo. Regresaron las ganas de vomitar y con ellas el mareo y un dolor de estomago tan intenso que los retorcijones se hacían interminables.

 

Volví al baño y esta vez comencé a vomitar de nuevo. Aunque quise ocultarlo, el dolor era tan evidente que mi madre y mi padre se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo; ya no era un enfermo sino eran dos, y el médico todavía no llegaba.

 

Minutos después sonó el timbre y en cuestión de segundos el médico ya se encontraba atendiendo a Sandra, quien seguía recostada. Aunque se quejaba del dolor de estómago ya sus expresiones no aparentaban tanto sufrimiento como la primera vez que entró al baño. Mientras tanto, mi cuerpo resistía ese karma de tener vomito, diarrea y mareo al mismo tiempo. Recuerdo que durante algunos minutos sólo me preguntaba qué habríamos hecho ella y yo como para estar tan enfermos, y la respuesta estaba en nuestros estómagos, muy cerca de salir a la luz.

 

Minutos después el médico paso de un cuarto a otro, de enfermo a otro, y llegó a examinar qué estaba pasando conmigo. Luego de algunos minutos de revisar la temperatura del cuerpo, el color de los ojos, de la lengua, y la reacción de algún medicamento, su dictamen rompió el silencio en el que todos se encontraban: ellos están intoxicados.

 

Dos días después de lo ocurrido, cuando ya ambos estábamos mucho mejor, coincidimos en pensar que la culpa había sido única y exclusivamente de las uchuvas. Y como siempre no faltaron las interminables teorías de mi tía la refunfuñona, pues según ella lo que nos pasó había sido desde un virus del ambiente hasta un intento por drogarnos.

 

Pasé del amor al odio en un día, pues a partir de ese momento jamás en mi vida pude volver a comer uchuvas, ni una sola, ni tampoco en ninguna de sus tantas dimensiones. Ni una sola.