LOS MEJORES CHEF

Por Javier Eduardo Pico Zárate

 

Mi gusto por la comida ha estado siempre ligado a una persona como mi padre. Aquellos platos que tienen un lugar importante en mi memoria, y cuyo sabor en inconfundible, hacen parte de las tantas enseñanzas que aquél militar retirado del ejército le ha dejado a mis cortos veinte años de vida.

 

Aún cuando hoy recuerdo aquellas actitudes y convicciones típicas de un niño rebelde que apenas se asoma a la pre-adolescencia, termino riéndome de las disputas con ese señor de bigote y un tono de voz fuerte. Es completamente normal y además inherente a las personas creer que siempre se tiene la razón sobre algo, aún cuando caemos en cuenta de que no es así.

 

Y la pregunta del millón es: ¿por qué llegué a pensar y creer que es cierto esto de que todos creemos tener la razón sobre algo, aun cuando no es así? Fueron justamente esas tontas e inexplicables peleas con mi padre las que me ayudaron a entender el porqué siempre él y mi madre me molestaban por hacer esto y aquello, como si fuera una historia de nunca acabar.

 

Con el paso de los años y la llegada de las canas, arrugas y una que otra enfermedad, al fin logré entender por qué esos seres queridos te regañan, te corrigen y buscan llenarte de esas experiencias que tan sólo se aprenden con el tiempo; después de haber caído, una y otra vez, para volver a levantarse y continuar viviendo.

 

Recuerdo una de esas primeras confrontaciones en donde me hallaba yo diciéndole a mi padre que para hacer huevos revueltos primero se tenían que echar en el sartén o cacerola y allí se batían. Una sensación extraña me recorre por el cuerpo y hace que la piel se me ponga de gallina al reconstruir aquella escena en la que bondadosamente ese hombre baja su cabeza y clava su mirada en la mía. Su expresión no era otra más que la de tranquilidad. Su objetivo no era reprenderme por haber dicho tremenda estupidez sino la de enseñarme, como el maestro al alumno, cómo era la manera correcta o usualmente utilizada para cocinar huevos revueltos.

 

No podría decir literalmente las palabras de mi padre, un señor de piel áspera, manos grandes y corazón inquebrantable. La verdad no podría hacerlo nunca, pero jamás olvidaré la forma en que se arrodilló con la mayor paciencia del caso y se dispuso a explicarme, paso a paso, que para hacer tan codiciados huevos revueltos primero tenía que ponerlos en un recipiente, echarles un poquito de sal, y con un tenedor o cuchara comenzar a batirlos.

 

Paralelamente, tenía que prender el fogón a fuego a lento y echar en el sartén un trozo de mantequilla, esperar a que se derritiera y justo en ese preciso momento llegar a la hora de la verdad: poner el huevo en el sartén, sin regarlo, y escurrir el recipiente con la cuchara para no dejar medio huevo allí.

 

Años más tarde el mismo personaje fue quien me enseño que los huevos también podían cocinarse con aceite y contener todo tipo de alimentos como jamón, salchichas, maíz, tomate y hasta cebolla… que estúpido me sentí. Durante días me pregunté, ¿por qué carajos no me había dicho eso el mismo día que me enseño a hacer los benditos huevos revueltos? Quizás esa era parte de la segunda lección de cocina, o a lo mejor mi padre dejó lo mejor para el final.

 

Suele ocurrir que cuando uno es un niño, adolescente, joven, adulto o anciano siempre nos va a molestar o sacar el famoso ‘mal genio’ cuando alguien nos explica cómo hacer algo. No sé si solamente me haya ocurrido a mí con mi padre, pero en muchas ocasiones en mi vida me da rabia y se me ponen los pelos de punta cuando alguien me dice cómo se hace esto y aquello; es en esos momentos cuando me siento inferior al resto de las personas, inútil, bruto, y todos los calificativos que se asemejen a sentirse menos que alguien.

 

Sin embargo, en esa escena del huevo revuelto junto a mi padre no sólo sentí que él tenía toda la razón sino que había aprendido algo nuevo. No puedo ocultar que sentí tristeza saber que no tenía la razón y que había perdido, pero son esos detalles los que me hicieron descubrir que mi padre podía enseñarme muchas más cosas de la vida y, por supuesto, sobre la gastronomía y el arte de cocinar, pasión inherente de un gran ser humano como el señor Pico.

 

Y como dice la canción, el tiempo pasó como una estrella fugaz. Ya había crecido lo suficiente como para enfrentar a mi padre y perseguirlo por toda la casa para que me enseñara muchas más recetas de cocina. Nuestras peleas padre-hijo no se debatían en quien tuviese la razón por encima de todo sino en mi urgencia por aprender y aplicar todas las delicias que él preparaba. Todavía sigo pensando que mi padre es el mejor chef que he conocido en mi vida y, por lo tanto, es a él a quien le debo todo mi conocimiento sobre hacer cortes y adobar la carne, preparar ensaladas, salsas, cremas y todo tipo de comidas.

 

Un día cualquiera, de esos en los que ya había despertado pero no era capaz de abrir totalmente los ojos y la pereza me invadía todo el cuerpo hasta el punto que no lograba levantarme de la cama, lo que sí logró abrirme el apetito y despejar todo rastro de sueño fue el olor proveniente de la cocina. Como raro, mi padre estaba despierto desde las seis de la mañana, como buen militar, y se encontraba cocinando algo cuyo olor impregnaba cada parte de la casa y también de mi cuerpo.

 

Era un olor que pocas veces había sentido en mi vida y como si se tratara de una urgencia culinaria, sólo se me ocurrió preguntar al estilo periodístico: ¿Qué era esa comida?; ¿Porqué tenía un olor tan particular y atrapante?; y la más importante de todas: ¿Cómo se preparaba eso? La expresión de él fue una mezcla entre no te lo voy a decir y espérate a que lo pruebes. Por supuesto, después de rogarle durante todo el desayuno terminó respondiendo, como si fuera un niño chiquito, mi mayor interrogante.

 

Comenzó por decir que era una receta que había visto a un chef preparar en uno de esos programas de televisión y que él le había agregado un par de ingredientes como ajo y orégano. Casualidad o por cosas de la vida la receta que me enseñó a preparar quedó bautizada como los huevos poderosos, y de nuevo mis clases de cocina tenían que ver con cómo hacer huevos, pero esta vez con un mayor grado de dificultad.

 

La receta consistía en, obviamente, engrasar el sartén con mantequilla o aceite y allí echar trozos muy delgados de cebolla cabezona; luego, otra capa de tomate y dejar sofreír durante un par de minutos. Después vienen los champiñones y un diente de ajo cortado en trozos muy pequeños para darle más sabor. Inmediatamente después se echan los huevos como si fueran a preparase fritos y una capa del queso que se derrite; es decir, el que venden en tajadas en los almacenes o tiendas. Después se aplica una capa de jamón o salchicha picada e inmediatamente una segunda capa de queso. Para terminar se le aplica orégano y se coloca la tapa del sartén durante un par de minutos y listo. Para todos los principiantes como yo es importante no olvidarse de la sal y, por supuesto, de cocinar a FUEGO MUY LENTO, sino los huevos le quedarán poderosamente quemados… lo digo por experiencia.

 

Años después, cuando ya comencé a llevar a novias a la casa y dármelas del chef cuasi profesional cuando en realidad no era más que un aficionado que sabía cocinar muy pocas recetas, incluso se pueden contar con los dedos de una mano. Era la época adolescente y mi edad rondaba entre los 15 y los 17 años.

 

Por aquél momento busqué de nuevo a mi padre para que me enseñara a cocinar un plato fuerte, un plato que sirviera como almuerzo. Por una parte, estaba cansado de aprender a cocinar todo tipo de huevos, pues ya me sentía el chef experto en desayunos; y por el otro, tenía la necesidad de aprender recetas nuevas que incrementaran mi nivel culinario y qué mejor que aprender a hacer pastas y echarles todo lo que encontrara a la mano.

 

Fue el momento en el que mi padre decidió enseñarme a cocinar pasta. Si me sentí como un idiota al saber que los huevos también se podían cocinar con aceite, al saber hacer pasta estuve a punto de deprimirme. ¿Cómo era que no sabía preparar algo tan sumamente sencillo como pasta? Por supuesto, aprender a preparar dicho alimento constituyo en ese entonces las más grandes ilusiones de gloria y sabiduría. Hubiese sido chistoso que un chef profesional estuviera a mi lado en el momento que probé la primera tira de pasta, pues sin dudarlo me habría hecho sentir el ser humano más incipiente, despreciable e inepto del planeta.

 

Pero como siempre ahí estaba el señor pico; ese salvador de mis ansias, mis angustias y mis sueños culinarios para rescatarme y hacerme sentir como el mejor de los mejores. Yo creo que él habrá probado las pastas con la misma incertidumbre con la que uno se toma un jarabe que con solo verlo es predecible un sabor amargo, feo y casi imposible de digerir. Gracias a Dios, a Buda o a quien sea siempre mi padre era el primero en arriesgarse a probar un nuevo experimento de su hijo y no temer intoxicarse. Recuerdo que él me dijo que le echara leche a las pastas para que crecieran un poco y les diera un poco más de sabor; al final mi novia de ese entonces y mi familia resultaron comiendo leche con pastas.

 

A pesar de haberme excedido con la leche, la cebolla larga y el agua, las pastas tenían un sabor agradable y más con la salsa de champiñones que este mismo ídolo culinario (mi papá) me había enseñado a hacer. En conclusión, ese día comieron pastas con salsa de champiñones, trozos de cebolla larga, maíz, pedazos muy pequeños de pechuga de pollo, jamón y salchichas, por solo nombrar algunos alimentos.

 

Para mi sorpresa: a mi familia le gusto y mi novia no me terminó, dos cosas que me hicieron continuar en este largo viaje gastronómico de aprender más y más recetas, tips y experiencias en la cocina. A veces me pregunto, ¿Por qué diablos resulté estudiando periodismo cuando me gustaba y apasionaba tanto la cocina? Esas son algunas de las preguntas que la vida misma terminará respondiéndome.

 

Finalmente, no hace más de un mes  y medio mi padre estaba cumpliendo otro año más de vida, el número cuarenta y nueve. Entre mi madre, mi hermana, mi tía y yo decidimos prepararle una fiesta sorpresa y, por lo tanto, no podía falta la comida. Aquel sábado, 25 de enero, conocí a una mujer con mucho talento para cocinar.

 

De hecho, es la misma señora que cocina para una familia que vive diagonal a mi casa. La señora es caleña y tiene una sazón tan única, especial y mágica como la de mi padre. Todo en la vida está conectado y es sorprendente darse cuenta que nueve o diez años después de que mi padre me dio la primera lección de cocina todavía sigo aprendiendo cosas nuevas.

 

Y  justamente fue en su cumpleaños cuando de la mano de una señora de conocimientos de cocina limitados, pero con un espíritu y un corazón inimaginables, terminé teniendo una tercera lección de cocina y, sobre todo, una nueva experiencia de vida. Aquella noche mientras todos brindaban, se saludaban y bailaban, yo me encontraba sentado en la cocina viendo a esa caleña y cómo sus manos construían una obra de arte mientras preparaba unos exquisitos champiñones en salsa de ajo y perejil.

 

Por supuesto, no dude en pedirle la receta y aunque en primer lugar se negó, me hice su confidente culinario y le prometí jamás revelar su receta, y ese secreto tan único para preparar los champiñones más deliciosos que he probado en toda mi vida.

 

Al día siguiente cuando me levantó el olor de los huevos poderosos, pensé en que nunca he conocido en persona a un chef profesional, ni he hablado con ninguno y mucho menos le he pedido una receta; creo que si lo llegara a hacer clavarían una mirada asesina sobre mí y no responderían a ninguna de mis preguntas. Pero al pensar en esa caleña, mi padre y ese amor e idolatría que personas como ellos sienten por la cocina, un escalofrío recorre e invade todo mi cuerpo.

 

Es como si estos personajes sacados de comics o libros de historia permanecieran vigentes tan solo por ver una sonrisa en aquella persona a la que le dedican su plato; ellos esperan incansablemente y se inspiran en personas que los persiguen por toda la casa esperando que revelen esa exquisita receta. Son seres humanos de carne y hueso que quedarán por siempre en la memoria de personas como yo porque para mí siempre serán los mejores chef.